Qué gran pecado
haber trepado tus muros,
serpenteando, a hurtadillas,
por las bellas curvas de tu alma
hasta vislumbrar los destellos
de ese diamante imantado
que guardas en tus entrañas.
Qué gran pecado
haber creído ciegamente en ti ofreciéndote pluma y un pergamino virgen
sobre el que trazar una nueva ruta
que invalidase el atlas enmohecido
con las lágrimas del tiempo.
Qué gran pecado
haberte amado tanto
como para desear que florecieses
en un prodigioso presente,
tatuando perennemente ternura
sobre el vacío de tus cicatrices.
Qué injusta condena
despertar, al fin, sola,
consciente de haber sido el espejo
sobre el que tú, incansable,
has proyectado apenas tu sombra.
© María Meilán

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